Los europeos que llegaron al continente americano en los sucesivos contingentes que arribaron a las prometedoras costas del nuevo horizonte encontrado, no conformes de venir aperados con sus costumbres, idiosincrasias, enfermedades, idiomas y tradiciones propias de sus terruños de origen, trajeron con ellos un orden societal lleno de estructuras y conceptos totalmente ajenos a los naturales americanos, por ejemplo, en lo relacionado a la tierra y a la propiedad que podía ser constituida en ella y luego transmitida, algo que resultaba totalmente impropio con los conceptos manejados por los nativos. Sin embargo, esta nueva categoría jurídica de la tierra, constituida en su propiedad y en la posibilidad que tienen los que la poseen de disponer de ella, es la que ha hecho posible hoy en día el entretenido juego de seguirle el rastro histórico a estos bienes, descubrir quiénes fueron sus poseedores y a través de cuáles mecanismos fueron transmitiendo su posesión generación tras generación, juego en el que muchas veces se dan como resultados interesantes tramas alrededor de algunos bienes que pueden trascender varios siglos cuando las investigaciones son acuciosas. Estas tramas, que por lo general se desarrollaban en contextos familiares de transmisión hereditaria de los asientos residenciales y productivos más importantes generación tras generación a través de legados de orden testamentario, no estaban exentas de dificultades que entorpecían la transmisión de los dominios, problemas que a menudo se judicializaban, develando la importancia que tenían estos terrenos centenarios sobre todo para el pecunio familiar.

El tiempo y el olvido ha provocado que el nombre de Ranquilco se vaya borrando de los letreros ruteros que van avisando los lugarejos que se van topando con el camino que une al pueblo de Talcamávida con el de Rere, siendo utilizado este nombre ancestral, hoy en día, para darle nombre a las diversas hijuelas y lotes que se han originado por la constante subdivisión que ha sufrido este terruño. Podemos localizar a Ranquilco en las serranías que rodean a Talcamávida, cercano a los sectores Buena Vista y La Palma en el camino que lleva a Ranguel, y también próximo a Quinquihueno y Santo Domingo, por la vía que llega a Rere, bañado por los numerosos esteros y cursos de agua que bajan de los mallines y nacientes que los cerros circundantes alojan, siendo El Hueco el estero más importante, que en su trayecto atravesando las lomas del antiguo Ranquilco va recogiendo en su caudal los distintos chorrillos que buscan camino montaña abajo.

En agosto de 1752, Pablo González de Rivera testaba en su estancia en Quinquihueno, lugar que había transformado en su domicilio. A pesar de que su familia no sólo contaba con sendos latifundios en la otra banda del río Laja, en el lugar denominado Cariboro, con enormes piños de ganado mayor y menor en sus respectivos potreros, sino también con un cuarterón de solar con su respectiva casa de techo de teja, con sus puertas y ventanas, estrado y alcoba en la Estancia del Rey, Pablo junto a la familia que había formado con Catalina Saavedra y Guerra, se establecieron en los márgenes de sus posesiones en Quinquihueno, cosa que no resulta extraña puesto que este lugar también era el asiento de los intereses económicos y productivos que le reportaban un mayor rédito a la familia. En esta estancia existían cuatro habitaciones, además de las otras edificaciones que servían de habitación familiar, de paredes de adobe y techo de paja, que servían una para guardar los lagares y la otra para armar los alambiques, una tercera vacía que servía para que vivieran los peones y la última que alojaba un horno para cocer tinajas. Todo lo anterior, además de otros utensilios que aparecen descritos en las disposiciones testamentarias de Pablo, son indispensables en todo lo relacionado en la industria vitivinícola y en la posterior producción de mostos, chacolíes, chichas y del preciado aguardiente. La uva para la fabricación de estas bebidas, era obtenida no sólo de las viñas que rodeaban la puebla familiar, también era cosechada en la estancia que tenían los González de Rivera en Ranquilco, prácticamente a la vuelta de la curva del camino a Quinquihueno. Al momento del testamento de Pablo, relata que su hija Catalina González junto a su marido Domingo González de Medina, se encontraban gozando de las tierras de Ranquilco, mensuradas en “sesenta y seis cuadras más tres cuartos”. Estas tierras las había obtenido a través de la que le había hecho a su hermano Sebastián González de Rivera, y a su tío Pedro González de Rivera.

Sin embargo, para Pablo, la posesión de Ranquilco no fue siempre del todo tranquila. Años antes, en 1743, testaba su sobrina Elvira de Vergara, hija del capitán Nicolás de Vergara y de su hermana Agustina González de Rivera. Elvira señala en su testamento que su padre Nicolás la había dotado con doscientas cuadras en Ranquilco, las cuales Nicolás había comprado a sus cuñados González de Rivera, quienes habían entrado en posesión de este paraje luego de la muerte de su padre Hilario González de Rivera. En estas doscientas cuadras, extensión que probablemente tuvo que haber sido de cerros y quebradas, existían dos viñas que habían sido de su abuelo Hilario y de su tía María González de Rivera, las cuales les habían sido arrebatadas por su tío Pablo, posiblemente para surtirse de sus frutos para sus menesteres productivos. Deducimos en base a los datos que han sido relevados, que la controversia entre Pablo y Elvira fue resuelta de alguna forma, en la medida que finalmente el primero ocupó finalmente sólo 66 cuadras de las 200 que poseía la segunda en Ranquilco. Esta posesión llegó al patrimonio familiar, sin dudas, a través de Sebastián González de Rivera, el padre de Hilario, y quien fuera corregidor de Rere por la década de 1650 y cuyos descendientes disfrutaron de esta estancia.

Resueltas las disputas, y luego de ser poseída por el matrimonio formado por Catalina González de Rivera y Domingo González de Medina, las 66 cuadras de Ranquilco, que habían sido reducidas a 62, fueron transmitidas a Josefa González, una de las hijas de Catalina y Domingo. Josefa, junto a su marido Gregorio Guzmán, siguen explotando la vocación vitivinícola de Ranquilco, que se encontraba aún dotada con todo apero y artefactos idóneos para tal industrioso propósito, además de 18 mil plantas de viña y casas y bodegas. Los Guzmán González también entran en posesión en los terrenos que los González de Rivera tenían en la Isla de la Laja a orillas del río del mismo nombre y otros en Cariboro, a orillas del río Lanco, sumando 750 cuadras en el primer lugar, y 120 cuadras en el segundo lugar. Luego de los violentos sucesos que asolaron la zona durante las guerras de la Independencia, que terminaron quemando las edificaciones que tenían los Guzmán González en dos sitios en Talcamávida, Josefa testa en su hacienda de Ranquilco en donde habitaba con sus hijas solteras, el 3 de marzo de 1823. Luego de hacer las típicas menciones, donaciones, legados, referencias, deja bastante mejoradas a tres de sus hijas que hasta ese momento no habían tomado estado: hace referencia especialmente de sus hijas María, Feliz y Rosa Guzmán, las cuales tocarían mejor porción por las compras de tierras que le habían hecho a su madre y además por las distintas mejoras que ésta le hizo al grupo de hermanas solteras. Como resultado final, las tres quedaron como dueñas de Ranquilco no sólo porque Rosa había sido nombrada como segunda albacea además de conservar en su poder los apuntes a los que aludía Josefa en su testamento, sino porque también las tres habían hecho algunos adelantos de orden productivo en las viñas y en los distintos elementos para la producción y, al parecer, era voluntad de su madre de proporcionarles seguridad a través de la transmisión de estos bienes materiales.

María Josefa Guzmán fue hermana de María, Feliz y Rosa Guzmán. Fue casada con Eugenio Manríquez, aparentemente hijo de Joaquín Manríquez, y hermano de María Manríquez (casada con Contreras, y con sucesión Cartes, Moraga) y de Victorio Manríquez (casado con María Gertrudis Rey y unido a Oliva, Manríquez, Beltrán, Godoy, etc), y aparecen bautizando a algunas hijas en Concepción en 1805 y 1806. Fueron padres de María Mercedes, casada con Carlos Arellano; de María Jesús, casada con Antonio González; de María del Carmen, casada con José Miguel Contreras y de Rosa, casada con Deseano Novoa. Nuevamente Ranquilco se ve envuelto en controversias en la década de 1850, específicamente en el año 1853, momento en el cual los mencionados anteriormente se reúnen en Santa Juana para otorgarle todo el poder suficiente a don Manuel Zañartu, de la ciudad de Concepción, para que reclamase a María Guzmán, quién poseía la parte que les correspondía a sus esposas por ser herederas de su tía Rosa Guzmán, fallecida abintestato en la década de 1840 sin herederos legítimo. Se reclamaba la partición de algunos intereses que Guzmán había dejado en el departamento de Rere y de Laja: claramente haciendo alusión a las tierras de Ranquilco, ubicadas en Rere, y a las de Cariboro y Curanilahue, ubicadas en Laja. El cabecilla de estas acciones judiciales fue Deseano Novoa Jara, quien en aquellos años se veía envuelto en otros asuntos reivindicatorios, puesto que en la misma época en que se llevaba a tribunales la entrega de Ranquilco, los Novoa Jara se encontraban participando en un largo proceso judicial que buscaba restaurar la posesión de las chacras bañadas por el estero La Araucana, en la entrada de Hualqui, y de un sitio a dos cuadras de la plaza de Concepción. La documentación notarial de los años posteriores presenta evidencias que la acción respecto al fundo Ranquilco fueron efectivas, en la medida que luego las hermanas Manríquez Guzmán aparecen como dueñas comuneras de más de 100 cuadras en aquel lugar.

Las primeras ventas de las hijuelas resultantes de la partición de estas tierras fueron realizadas en 1872. En junio de ese año, María Jesús Manríquez le vende Pablo Ruíz Contreras la porción que le tocaba en Ranquilco, ascendiendo tal porción a las 16 hectáreas. A los meses siguientes, en septiembre del mismo año, María del Carmen Manríquez le vende su porción, de 15 hectáreas, a José del Carmen Inostroza. Las otras dos hermanas, María Mercedes y Rosa, mantuvieron sus derechos hereditarios que finalmente les fueron transmitidos a sus hijos después de sus respectivas muertes. Heredaron a María Mercedes Manríquez sus hijos José Agustín, Cecilia, Lucía, Ruperto, Bonifacio del Carmen y Juan de Dios Arellano, quienes vendieron todos los derechos que mantenían a José Domingo Escobar, entre los años 1876 y 1899. Por otro lado, la sucesión de Rosa Manríquez, que estuvo compuesta por Pedro Nolasco, María de las Nieves, Bartolomé, María del Rosario y María Mercedes Novoa, mantuvo en parte alguna posesión en Ranquilco (ya que su madre había vendido a José Pradenas un retazo en las tierras que le correspondían a ella en la herencia de su tía Rosa Guzmán), mientras que otras fueron mercadas. Si bien desde este nivel generacional hasta el día de hoy existen en la zona descendientes de estos núcleos familiares que aún mantienen pequeñas propiedades en Ranquilco, para poder continuar con la genealogía de la tierra, es preciso poner atención en la compra hecha por Pablo Ruiz Contreras a María Jesús Manríquez.

El 26 de junio de 1889, María de las Nieves Novoa Manríquez le vende a José Miguel Martínez Brevis y a José del Carmen Robles, los derechos que le correspondían en Ranquilco por herencia de su madre Rosa, terreno que limitaba por el norte con la propiedad que Pablo Ruiz que había comprado en 1872. Con esta compra, los Ruiz y los Martínez terminan por marcar su influencia definitiva en esta zona, porque hicieron de este lugar su residencia transformándolo en uno con una interesante trama familiar cuyo escenario era el antiguo paraje de los González de Rivera. Esto porque Pablo Ruiz, quien le había comprado la hijuela a María Jesús Manríquez, era el suegro no sólo de su vecino José Miguel Martínez, también lo era de su vecino José del Carmen Robles, puesto que ambos estaban casados con dos de sus hijas: María Delfina y María Candelaria Ruiz, respectivamente. Que estas familias hayan adquirido terrenos continuos no sólo estuvo motivado por el valor productivo de estas tierras, es probable que también haya mediado entre las razones el poder construir nuevas relaciones entre ellos de modo de sostenerse conjuntamente en el tiempo. Sin ir más lejos, en 1898, otra de las hijas de Pablo, María Andrea Ruíz, se casa con Federico Escobar, uno de los hijos de José Domingo Escobar, quién le había comprado la porción de Ranquilco que les correspondía a los Arellano Manríquez por herencia de su madre. Otra de las relaciones es la formada por José Casimiro Martínez, hijo de José Miguel y nieto de Pablo, con una de sus primas, María Audolicia Ruiz, hija natural de Margarita Ruiz, formalizada en 1905, condicionada por la estrechez del lugar y por la necesidad de las familias de continuar uniéndose en pos de conservar en el seno familiar las tierras de alto valor productivo.

En el año 1874, se informa que los fundos de Ranquilco habían producido 87 fanegas de trigo, 22 arrobas de chicha, 296 de mosto y 15 arrobas de aguardiente, transformándolo en uno de los más productivos de la subdelegación de Talcamávida, lo que tuvo que haber provocado el interés de los Ruiz y de los Martínez. José Casimiro, el único hijo que tuvo José Miguel Martínez junto a María Delfina Ruiz, continúo con los trabajos del campo, adquiriendo algunos retazos de Ranquilco a través de la herencia de sus antecesores y de otras compras que iba haciéndole a sus compartes, parientes y familiares. Hombre laborioso, persiste en el aprovechamiento de los frutos de estas tierras para mantener su naciente familia de sus sucesivos matrimonios. Luego de su primer matrimonio con María Audolicia Ruiz, contrae unas breves segundas nupcias en 1934 con María Rosa Saavedra, la que fallece en 1936, y unas terceras con Magdalena Contreras Jara. Son las hijas que procrea con María Audolicia y Magdalena las que lo suceden en la posesión de las tierras de Ranquilco, luego de la muerte de José Casimiro en diciembre de 1957, totalizando más de 300 años de seguimiento a los poseedores del ya muchas veces nombrado lugar.

Árbol genealógico que muestra a los poseedores de Ranquilco. En color celeste, los González de Rivera y sus descendientes que entraron en posesión a través de herencias, legados, donaciones o compras entre familiares. En color naranjo, los Ruíz y Martínez que entraron a poseerlo a través de compras para posteriormente heredarlo.

Si bien hoy en día existen descendientes de todas estas familias que poseen retazos de terrenos en la que fuera la estancia de Ranquilco, es interesante relevar lo que sucede con las dos hijas de José Casimiro, Rosario del Carmen y Melania del Carmen Martínez Ruiz, las que se encuentran al final del árbol de la imagen precedente, quienes fueron casadas los hermanos Onofre y Juan Francisco Garcés Novoa, respectivamente. Con estos enlaces, realizados en el año 1922, Ranquilco nuevamente se transforma en un espacio físico que posibilita la unión de familias, dado que Onofre y Juan Francisco eran nietos de Pedro Nolasco Novoa Manríquez, propietario también de tierras en Ranquilco a través de su madre, descendiente de los González de Rivera. En la actualidad, existen aún quienes descienden de estos matrimonios que se encuentran disfrutando del terruño ancestral de sus antepasados, aunque en esencia, el medio que nos rodea, en general, es nuestro espacio ancestral de todos, en la medida en que todos somos descendientes de los primitivos propietarios de estas tierras. Sin embargo, no deja de ser interesante la posibilidad que tenemos de seguir la huella de aquellos lugares que fueron significativos para nuestros antepasados y develar la importancia y significancia que tenían para ellos, porque no sólo eran los lugares que les reportaban todos los medios para poder existir, sino porque también eran los lugares que constituían el contexto cotidiano de sus quehaceres, donde vivían sus romances y desdichas, las pérdidas y los triunfos. En mi opinión, es importante conocer el trazado biográfico de los territorios que ocupamos y que ocuparemos, porque con los testimonios del pasado que vamos recogiendo podemos reconstruir no sólo un seguimiento cronológico de quienes ocuparon aquellos espacios que generan nuestro interés, incluso podemos conocer las aprehensiones, tensiones, controversias y disensos que condiciona todo espacio geográfico, cuestión necesaria hoy día con lo fragmentado y deteriorado que se encuentran los espacios territoriales.

2 comentarios

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s