La historia de los pueblos es, esencialmente, la historia de las familias que lo habitan, pero cuando los pueblos son chicos, el infierno que se vive en ellos es grande. En muchos de nosotros existe un recuerdo reciente del campo porque, la mayoría, somos fruto del coqueteo que tuvieron nuestros ancestros de no muchos años atrás, con la bella doncella llamada ciudad. La ciudad, para ellos, fue un portillo esperanzador por muchos motivos, pero principalmente porque se transformó en el vehículo que les posibilitó experimentar un mundo que les era totalmente ajeno. Dentro de las nuevas experiencias que los centros urbanos de aquella época les permitían protagonizar a todo aquel que se atrevía a la aventura, iban desde situaciones que nos resultarían tan elementales como el acceso meridianamente decente a recintos educacionales y a una mayor oferta de trabajo, hasta cuestiones que nos parecen sin importancia, como es el hecho de conocer a otras personas distintas a los parientes de siempre. Lo último lo podemos evidenciar en la medida de que algunos fueron capaces de formar lazos nuevos fuera del vínculo familiar, y son estos nuevos nexos los que le dan una amplitud con más diversidad a estos otrora grupos familiares que al momento de su migración a las ciudades, se encontraban asfixiados por la estrechez de sus lugares de origen. ¡Cómo no va a ser novedoso para a alguien acostumbrado a conocer sólo a sus primos y parentela, relacionarse con personas con las que no tienen un contexto familiar común!
La estrechez que enfrentaban las familias en el campo era un problema cotidiano, la lejanía de los espacios rurales de los centros urbanos era una dificultad real que era enfrentada de forma muy precaria, con viajes que, además de enfrentar las inclemencias del tiempo y alguno que otro obstáculo geográfico, eran de muy largo aliento. Santa Juana, escenario de este relato, ocupa parte de la ribera sur del Biobío, río que recién hace unas cuantas décadas fue cruzado por puentes carreteros que permitieron el cruce regular de la antigua Frontera, y cuyo puente de ferrocarriles apenas tiene una data por sobre el siglo, por lo cual, y por mucho tiempo, los habitantes del pueblo y todo aquel que quisiera cruzar el caudaloso Biobío para continuar su camino debían utilizar el servicio de los balseros que aperados con sus remos y lanchas de pobre factura, realizaban loables maniobras que hacían posible el traslado no sólo de pasajeros de una orilla a otra, sino también posibilitaban el traslado de mercancías, vinos, granos e incluso ganado de distinta denominación, atravesando el vaho del río que, sobre todo en los meses secos, hacía camino a Talcamávida, localidad en la ribera norte frente a Santa Juana, desde donde los viajeros tomaban rumbo a Concepción, la mayoría de las veces, a Rere o a Yumbel. En este sentido, los viajes y traslaciones eran las justas y necesarias, muchas veces evadiendo por años salidas fuera del territorio cotidiano, por lo que el hecho de conocer caras nuevas no era una normalidad.
Pero muchas veces, y a pesar de contar con caras nuevas entre los vecinos cercanos, las personas desposaban a otras que también pertenecían a su núcleo familiar, a veces con un parentesco muy cercano y otras veces con uno diluido generacionalmente, pero de todas formas notorio ya que en la mayoría de las veces, estas parejas debían pedir dispensas para conseguir la bendición del cura. Escoger como cónyuge a un pariente responde a muchos factores, especialmente ligados a la mujer, pasando por factores del orden económico, por la pobreza u orfandad de la consorte; factores sociales, para evitar la difamación de la novia por las visitas del pretendiente o para evitar la posibilidad de que la pretendida quedara inhábil para contraer un futuro enlace (así es, muchas de nuestras ancestras contraían matrimonio ya embarazadas) y por sobre todo, un factor moral, en la medida en que en muchas de estas relaciones lo evitable, a estas alturas, ya era inevitable. Con todo lo anterior, era muy típico que las familias casaran a sus hijos con los hijos de otras familias emparentadas, y en Santa Juana podemos encontrar muchos ejemplos de complejos clústers familiares en donde las relaciones de parentesco se van desnaturalizando conforme el entramado familiar se va haciendo más intrincado.

El recuadro de arriba representa lo anteriormente descrito, es decir, esquematiza los nexos endogámicos en un árbol para identificar en él las relaciones entre distintos ancestros de mi abuelo paterno, Ramiro, los que tienen un tronco común. Acá el tronco está representado por Francisco Medina, habitante de las cercanías del fuerte de Santa Juana y quien aparece como efectivo miliciano en las revistas de milicias que hace el maestre de campo Salvador Cabrito en el año 1769. Estas listas, las que están transcritas en una investigación del genealogista Daniel Stewart, publicadas en el número 63 del año 2020 de la Revista de Estudios Históricos, son una fuente primordial de conocimiento de los habitantes coloniales de la zona del sur del Biobío, puesto que la documentación parroquial de esta zona se encuentra ampliamente destruida, perdida o en terribles condiciones. Después de que varias generaciones dieran vueltas en círculo por los valles y bellos paisajes de Santa Juana, los destinos confluyen en mi tata, representado en él el éxodo del campo a la ciudad.
La vida de Francisco Medina transcurre en los alrededores del fuerte de Santa Juana durante el siglo XVIII. Es ahí donde contrae matrimonio con Manuela Fonseca, perteneciente también a antiguas familias que habitaban por largo tiempo cerca del fuerte, y con ella tiene a varios hijos, entre ellos a Francisco, Juana María, Gaspar, Pascuala, Isidora y Mariano. Estos hijos, todos apellidados Medina, son, a mi parecer, elementos troncales de muchos de los grupos familiares que tienen su origen en este territorio y que siguen existiendo ahí, mientras otros emprendieron la búsqueda de nuevos horizontes en otros lugares. Todos ellos tuvieron larga descendencia con abultadas proles que continuaron, por varias generaciones, una tradición de matrimonios con altos grados de endogamia. Y como ejemplo práctico de lo que se ha discutido, tenemos la ancestría de mi abuelo, Ramiro: si le seguimos la pista a cualquiera de los ancestros del esquema, de alguna manera, llegaremos a Francisco Medina.
Utilizando el mismo esquema, podemos identificar en él los distintos factores que confluyeron, simultáneamente o no, en la realización de estos matrimonios endogámicos. En el matrimonio de Pascuala Medina con Miguel Chávez prevaleció, por sobre todo, un factor económico territorial (los famosos hermanos benefactores de Santa Juana y Concepción, los Avello Chávez, son nietos de este matrimonio), del mismo modo que prevaleció este factor en el segundo matrimonio de Francisco Medina con Andrea Ríos, quien probablemente estaba interesado en las tierras de San Jerónimo y las chacras de Curalí con las que acostumbraba a dotar su suegro, Juan Ríos, a sus hijos, y también factor importante a la hora del casamiento de Teodoro Cuevas con Luisa Núñez, cuyo enlace vino a unir las heredades de sus antecesores en los potreros del río Ánimas, y en los cordones cordilleranos regados por los ríos Carampangue y Cifuentes en las alturas del Nahuelbuta. El factor social es evidente en los enlaces de los hermanos Mauricio y Isabel Salas con los hermanos María Santos y José Eduviges Cuevas: perentorio era el matrimonio de Isabel con algún prospecto, debido a que se encontraba bastante difamada por los hijos naturales que hubo en su adolescencia, a diferencia de Santos, que si bien ya contaba con edad más que suficiente para contraer matrimonio, no lo había hecho y tampoco había gestado, lo que nos hace suponer que su enlace con Mauricio fue para continuar uniendo a las familias. El matrimonio de Rufino Núñez con Petrona Medina reúne varios componentes que lo hacen muy interesante: realizado en 1860, el enlace no podía esperar porque la pareja ya había concebido a una pequeña de nombre Calixta que fue bautizada el mismo día del matrimonio y así poder ser ‘legítima’, sumado al hecho de que Petrona era huérfana de sus padres desde su cándida niñez y la relación totalmente ‘incontinente’ entre ambos, constituían hechos que hacían obligatorias las nupcias entre ambos. Todas las razones anteriores y, seguramente, muchas otras más que no tendremos la fortuna de conocer, hicieron irresistible la ocurrencia de estos eventos que hicieron real la existencia de muchos, ¡incluida la mía!
Las familias van construyendo sus propias historias en relación al contexto que las rodea. Hoy en día, nos parece impensado que casos como los presentados, en donde las distintas relaciones ancestrales de un individuo converjan en tantos elementos comunes, existan en la actualidad, sin embargo, para la época en la que ocurrieron todos estos eventos la normalidad estaba basada en en este tipo de situaciones. Es decir, actuaban de acuerdo a lo que las costumbres dictaban sin tomar en serio las consecuencias que las generaciones posteriores tuvieron que sufrir y que, lamentablemente, aún sufren. Así, cuando los flujos migratorios impulsaron el traslado de estos grupos del mundo rural a los lugares de influencia urbana, también generaron nuevas conexiones que refrescaron todo el entorno familiar provocando cambios, nuevos contextos, nuevas costumbres y una maravillosa ampliación de nuestro espectro ancestral.
¡La diversidad es necesaria!
Pablo, excelente blog y buenisima investigacion. Francisco es el ejemplo típico de tronco de muchisimas familias de antaño.
¡Me encantó el artículo!
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